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jueves, 3 de enero de 2008

* Historia de al-Andalus


Al-Andalus fue una civilización que irradió una personalidad propia tanto para Occidente como para Oriente. Situada en tierra de encuentros, de cruces culturales y fecundos mestizajes, al-Andalus fue olvidada, después de su esplendor, tanto por Europa como por el universo musulmán, como una bella leyenda que no hubiera pertenecido a ninguno de los dos mundos. Estas son las etapas cruciales de sus ocho siglos de existencia.

El emirato y el califato Omeya.
Al-Andalus, tierra de los vándalos, en árabe. Así se conoce la zona de ocupación musulmana en la Península Ibérica, que abarcó desde el siglo VIII hasta finales del XV y llegó a comprender gran parte del territorio español. La extensión del Estado musulman llamado al-Andalus varió, pues, a medida que se modificaban las fronteras y, tanto hispano-musulmanes como castellano-aragoneses avanzaban conquistando territorio.

La pujante civilización musulmana de Oriente pronto se desbordará hacia Occidente: el Magreb, España, y hasta parte de Italia y Francia. Durante el siglo VIII, y a través del norte de África, penetraron en la península una serie de grupos y familias nobles árabes venidas del este, y de grupos bereberes procedentes del Magreb, que paulatinamente se asentaron en tierras de al-Andalus. Ello no significó una ruptura total con la cultura entonces imperante, la hispanogoda. Antes bien, ambas se entroncaron dando un resultado muy peculiar y autóctono, deslumbrante, que diferenció notablemente el Islam occidental del oriental.
La fusión entre árabo-bereberes e hispanogodos se produjo en un principio sin grandes traumatismos y con la naturalidad que sólo el tiempo y la cotidianeidad a veces procuran.

Durante la segunda mitad del siglo VIII se produjo una seria escisión en el imperio musulmán. Una ruptura dinástica que terminó con los omeya que gobernaban en Damasco, para entronar a los abasíes, que se asentaron en Bagdad. Un príncipe omeya huido de Damasco, Abderrahman I, penetraría en al-Andalus formando un nuevo Estado con base en Córdoba: el emirato, independizándose de la política bagdadí.
Ocho emires se sucedieron del 756 al 929 en una época brillante culturalmente –aunque oscurecida con diversos levantamientos muladíes y mozárabes– hasta que Abderrahman III decidió fundar un califato, declarándose Emir al-Muminin (príncipe de los creyentes), lo cual le otorgaba, además del poder terrenal, el poder espiritual sobre la umma (comunidad de creyentes).

Este califa, y su sucesor al-Hakam II, supo favorecer la integración étnico-cultural entre bereberes, árabes, hispanos y judíos. Ambos apaciguaron a la población, pactaron con los cristianos, construyeron y ampliaron numerosos edificios –algunos tan notables como la Mezquita de Córdoba– y se rodearon de la inteligencia de su época. Mantuvieron contactos comerciales con Bagdad, Francia, Túnez, Marruecos, Bizancio, Italia, y hasta Alemania.


Reinos de taifas y dinastías norteafricanas.
Sin embargo, no todos los sucesores de estos brillantes califas siguieron tan acertada política, sino que dejaron desbocarse al caballo del poder. Tras veintidós años de fitna (ruptura, o guerra civil) se abolió por fin el califato. Corría el año 1031.
Los hábitos secesionistas y rebeldes surgieron de nuevo con gran fuerza; la división y la descomposición se impusieron en al-Andalus. Todas las grandes familias árabes, bereberes y muladíes, quisieron hacerse con las riendas del país o, al menos, de su ciudad, surgiendo por todas partes reyes de taifas, muluk al-Tawaif, que se erigieron en dueños y señores de las principales plazas. Este desmembramiento supuso el comienzo del fin para al-Andalus, y ante semejante debilidad, los cristianos se crecieron, organizándose como nunca antes lo hicieran para combatir a los musulmanes.
La primera gran victoria sobre el Islam peninsular la protagonizó Alfonso VI cuando, en 1085, se hizo con la ciudad de Toledo.
La unidad étnico-religiosa lograda hasta el momento también se resintió, surgiendo mercenarios, tanto musulmanes como cristianos, dispuestos a luchar contra sus propios correligionarios.

Los Almorávides.
Sin embargo, en esta época surgieron relevantes figuras en el campo del saber, y, en una constante emulación de los lujos orientales, se construyeron suntuosos palacios, almunias y mezquitas, y se celebraron las fiestas más comentadas, fastuosas y extravagantes de la cuenca mediterránea.
Mientras, a finales del siglo XI, en el Magreb occidental, hoy Marruecos, surgió un nuevo movimiento político y religioso en el seno de una tribu bereber del sur, los Lamtuna, que fundaron la dinastía almorávide (ver Ruta de los Almorávides). En poco tiempo, su actitud de austeridad y pureza religiosa convenció a gran parte de la desencantada población, y con su apoyo emprendieron una serie de contiendas logrando formar un imperio que abarcaría parte del norte de África y al-Andalus, que a través del rey sevillano al-Mutamid, había pedido su ayuda para frenar el avance cristiano. Encabezados por Ibn Tashfin, penetraron los almorávides en la Península, infligiendo una seria derrota a las tropas de Alfonso VI en Sagrajas. Pronto conseguirían acabar con los reyes de taifas y gobernar al-Andalus, no sin cierta oposición de la población, que se rebelaba contra su talante puritano y su rigidez. Algo que no le iba nada al hedonista y liberal pueblo andalusí. A pesar de todo, la nueva situación supuso un nuevo incremento del bienestar social y económico.

Los cristianos obtuvieron mientras tanto importantes avances, conquistando Alfonso I de Aragón Zaragoza en 1118. Al mismo tiempo, los almorávides veían amenazada su propia supremacía por un nuevo movimiento religioso surgido en el Magreb: el almohade.
Esta nueva dinastía se generó en el seno de una tribu bereber procedente del corazón del Atlas que, encabezada por el guerrero Ibn Tumart, pronto se organizó para derrocar a sus predecesores. También desde Marraquech, gobernaron y se hicieron con las riendas de al-Andalus, dotándolo de cierta estabilidad y prosperidad económica y cultural. Fueron grandes constructores y también se rodearon de los mejores literatos y científicos de la época. Sin embargo, al igual que los almorávides, terminaron por sucumbir ante la dejadez espiritual y el relajamiento de costumbres que casi siempre caracterizó a al-Andalus.

La dinastía nazarí.
Cuando el avance castellano era imparable, haciéndose Fernando III con gran parte de las ciudades andalusíes en el siglo XIII, surgió en Jaén una nueva dinastía, la nasri (nazarí), fundada por al-Ahmar ibn Nasr, el célebre Abenamar del romancero, que habría de procurar un nuevo respiro a los musulmanes. Asentado en la ciudad de Granada, su reino abarcaba la región granadina, almeriense y malagueña, y parte de la jiennense y la murciana. Oprimido desde el norte por los reinos cristianos, y desde el sur por los sultanes meriníes de Marruecos, los nazaríes establecieron un reino basado en lo precario y la inestabilidad. A pesar de todo, Granada fue una gran metrópoli de su tiempo que acogía a musulmanes de todos los confines, y en la que se levantaron suntuosos palacios –la Alhambra, nada menos–, mezquitas y baños públicos. Siguió asombrando a propios y a extraños hasta que en 1492 y, tras varios años de intrigas palaciegas y escaramuzas con los castellano-aragoneses que acechaban sus fronteras, el rey Boabdil, Abu Abd Allah, capituló ante los Reyes Católicos, entregándoles Granada.

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